miércoles, 26 de diciembre de 2012

El viaje


"Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez". 
(citado por Eduardo Galeano en  Las venas abiertas de América Latina) 
Proclama insurreccional de la Junta Tuitiva en la ciudad de La Paz, 16 de julio de 1809.


Si empiezo por lo que tengo más claro y cerca será más fácil ir sacándome las palabras. Siempre me costó concretar los pensamientos, supone quitarles, cuanto menos, una dimensión. Creo que tiene que ver con el miedo a equivocarme y que queden pruebas, a sonar estúpida o, en definitiva, a perder: a perder en razón, a perder en misterio, a que no me elijan. Y esto último que digo tampoco es del todo correcto, pero voy a arriesgar mi voz de una vez. (…)

El viaje

Quiero escribir algo. ¡Algo por favor! Que salga ya ¡Aaaahhh! (¿es así la onomatopeya del grito? nunca supe), porque dentro de mi cabeza, dentro de mis tripas, dentro de cada célula que todavía no se ha desprendido de este mío cuerpo pequeño y carbonatado, hidroxilado hasta la saciedad, imaginado para la suciedad, intervenido por la sociedad,  hay tantos latidos que podría hacerte vibrar con sólo una mirada (y un vibrador). Un vómito que concrete conclusiones, clarividencias y galletitas de la fortuna. Pero no sale. No sale nada si intento enseñar que aprendí algo, que han cambiado cosas. Yo no puedo enseñar a nadie, pero si me quieres es porque estamos aprendiendo juntos. Eso es fascinante, el proceso de ir descubriendo a pachas o a multitudes. Es como la meseta de un orgasmo (para quien la tenga, yo la tengo y sobre esa meseta dejo las gafas para que no se rompan) un gustito suave y eterno –¡a la mierda! se rompieron las gafas-.

--

He conocido a un curandero que con tres minutos de entrevista sabía lo que me dijo la analítica dos horas más tarde: Fiebre tifoidea. Caímos en Tupiza por decisiones encadenadas, caímos ese día por otros tantos eslabones, no estaba en planes.

Me encontré con David, soldado israelí que no terminó la instrucción porque en la guerra del 2000 una metralla le dio en la cabeza. Él es judío, pero no sionista. Me dice que eso no es lo que Dios quiere. El sionismo, mi gobierno, es pretender conquistar el mundo a través de las armas, de los fármacos, del dinero. Para mí todos deberían ser iguales, los palestinos también deberían poder tener una identidad, poder viajar, que no desconfíen de ellos. Recuerda que quemaban sus granjas, eso no estaba bien. Israel infringe las normas de la guerra pero no hay problema porque EEUU lo protege. Javier que es el dueño de las cabañas en las que nos alojamos, jefe de David, cree que David es un tarado. Yo creo que acabo de encontrar a alguien. ¿Se van mañana? Usted es una buena persona, Julia. Jugamos a “La Generala” hasta la madrugada, él se besa el colgante y dice: va a salir el tres, me lo debe la guerra. Y tira los dados.

Conocimos a Cristian. Él nos habló de Latinoamérica, nos dijo: tenéis que leer Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano. Nos habló de la revista Crisis y de la revista Marcha, conoce Orsai. Y construye esto: http://www.marcha.org.ar/1/

Conocí a una pareja -catalana ella, de la Ushuaia aquel- que lleva 2 años viajando por toda Argentina y recién ahora entran en Bolivia. Van proyectando cortos y cine por los pueblitos y escuelas de los lugares en los que viven el tiempo que necesitan. En Tupiza, que suele ser lugar de tránsito para el turismo y en el que nosotras nos quedamos varadas 6 días de fortuna, podrían quedarse meses (¿quién dice que viajar es desplazarse?). Duermen en la caravana en la que cuelgan la pantalla que se tiñe de “Abuela Grillo” o “Abajo el colonialismo”, cine libre y gratuito, proclama. Se financian gracias a lo que les da la comunidad, ya sea comida, nafta o dinero. Se une quien quiere al viaje, el tiempo que desee y se requiere ninguna prisa ni plan estricto, en esa furgoneta caben muchas cosas. Seremos unas 10 personas en la plaza. Pienso que en estos dos años que llevan viajando con que una persona haya sentido una chispa, una compuerta que se abre o la llamada de nuevos posibles, ya habrá merecido la pena. Al día siguiente, entre despedidas, él –Santiago- le contará a mi hermana que nunca ha creído en esas cosas, que él es marxista –¡cielos!-, pero que siente que nos conoce de antes a ella y a mí y no sabe por qué. Hemos compartido unas horas de noche, apenas sí hablamos. Se lamenta de haber sido semilla hasta muy tarde, aunque no haya una cronología vital, y se alegra de que ahora quiera ser flor, a pesar de que es más arriesgado y uno se expone a casi todo, ya no le sirve desplazarse con caparazón. Ella –Lana- se vino desde Pirineos hace 3 años, el plan era estudiar unos meses en Córdoba y dejó de ser el plan. Hemos bailado a pesar de la disnea a 3000 metros sobre el nivel del mar.

Me encontré con Ivan. Tiene cincuenta y pico. Hay quien mira con la tranquilidad de los siglos. Vive en una granja en Entre Rios, cerca de la provincia de Buenos Aires, la Malfatta se llama, porque la hizo él y dice que la hizo mal. Lleva años dedicados al couchsurfing y su problema, nos confiesa, es que se encariña mucho de la gente, que las personas se quedan rondando en su corazón después de que se marchan. Nos quedamos atrapados en el barro con su camioneta que se llama Julia, como su hija que murió hace ya 6 años. Esa camioneta es nacionalizada canadiense y cada 3 meses la tiene que sacar a pasear por fuera de los límites lapiceros de este país, para devolverla renovada en trámites que la modernidad inventa. Eso le sirve como excusa para viajar y lo hace con el dinero que se ahorra evadiendo impuestos. Lleva muchos quilómetros. Cuando nos paran los aduaneros se hace el extranjero –no se rían, nos advierte antes- y nosotras aguantamos la tensión. Es roja no por casualidad sino por destino y es el número 627 de una edición limitada de 750 modelos, “Pajero” es la marca -porque los chinos entendieron mal-. Ese, dice, es su número desde pequeño. Nos cuenta por qué él cree que no elige. Un dado le acompaña siempre. Llevamos un día juntos pero al despedirse me dice al oído: Julia, tú me has tocado el corazón.

Vimos el cielo de Purmamarca de la mano de Juan Pablo. Él lleva casi un año viajando en bicicleta con su amigo Rodrigo. Ambos se dedican a la música y llevan el folklore a cada lugar que visitan. Tiene los ojos muy azules y nos aconseja sobre los lugares a los que nos dirigimos. En el cerro nos hacemos alguna pregunta y despacio sentimos que tal vez podríamos conocernos. Una guerra de estrellas fugaces nos sirve de complicidad y apuestas. No quiero más que un principio tímido, porque estoy enamorada de otra persona. Nos dice: adonde vayan les van a estar esperando. Bajamos con cuidado y entre abrazos nos decimos chau.

Estamos hechos de momentos. 


Juls.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Después de los Tiempos



Tenía 45 años y no, no tenía toda la vida por delante. Al contrario, estaba a punto de entrar en un quirófano sin saber muy bien qué pasaba. Tenía la piel amarillenta o como decimos entre el gremio “ictérico”, aunque a veces no me sienta dentro del mismo, y sí tenía esa mirada lacónica que esperaba una explicación sobre qué estaba a punto de pasar por su cuerpo, por esos bisturís, los hilos, las manos, las miradas y por qué no decirlo, las emociones.

La cuestión es tan simple como compleja, pero lleva los relieves de la incomunicación. De llegar a relativizar tanto las relaciones humanas y los diagnósticos que se olvidan y olvidamos a veces, que a quienes tratamos son personas, no números, ni patologías, ni robots que procesan toda esa cantidad de información visual, auditiva pasiva y activa a la velocidad de la luz.

Pasaron los minutos más llenos de incertidumbre entre lo que veía y lo que ese hombre llegó a observar. Las enfermeras y los anestesistas intentaron tranquilizarlo y explicarle que todo era muy complicado pero que estaría en buenas manos durante su cirugía. Mientras tanto, una familia que clavó sus ojos quemantes y preocupados sobre mi compañera de prácticas y sobre mi, esperaría fuera durante horas y horas.

Existe algo más penoso que la muerte en la salud, en este trabajo. Es la incertidumbre. La de no saber qué vas a encontrarte, cuán cansada estará tu vista tras cuatro o más horas de quirófano, de tener en la piel tatuado el mensaje de historia clínica de múltiples variantes y determinantes, de no poder decir nada a su familia porque no sabes qué tiene. Sin embargo, existe algo tan malsonante como peligroso y es el ego, esa desmoronada soberbia que se nos crece desde el primer día en que te dicen que eres la élite intelectual de un país. 

A pesar de ello, con el paso del tiempo te das cuenta que hasta un mono con tiempo podría sacarse la carrera y que esto va más allá de la nota de corte al entrar en Medicina, de un MIR bien hecho o de rodearse de gente “que tenga los mismos intereses que tú”, que en mi caso, es bien poca. Mas, es esa gente valiosa la que ese día que salí de mis prácticas, con las entrañas fuera, me escucharon y entendieron que recordase ese término tan enrevesado de “ser dueño de tu salud”. Resulta que no es algo tan simple como preparar unas jornadas, hablar de ello, prepararse a conciencia para el hoy –ese presente presentable del que habla en sus canciones Alberto Alcalá-, de estudiar horas, de hablar de ello. Parece ser y es que, no siempre una vida puede salvarse. Pero, me pregunto a diario y ¿qué hay de ensanchar una vida?

Ensanchar una vida para mi va más allá de una ronda de llamadas a familiares, sesiones clínicas sobre este caso tan complejo y lleno de aristas, de medicamentos caros y fármacos que solamente palian el dolor. Se trata de saber dar esa sonrisa por muchas circunstancias personales que nos acompañen, de no soltar la mano del paciente y persona que nos necesita, nos habla e intenta explicarnos algo que no viene en un sistema informático de un sistema de salud. Su vida, sus expectativas, sus vivencias, sus ganas de vivir por pocas que sean… ¡Su escritor favorito o ese cantante de la feria del pueblo que tanto escuchó!

La vida, compañeros, no tiene un guión escrito. Nadie sabe bien cómo rehogar el pasado, meterlo en una cajita, borrar los errores del panel para el mañana, de cometer las locuras de la juventud y la madurez, de amar a alguien con intensidad, de recorrerse el mundo y bajarse en la parada del hogar. Tomar la moto del optimismo, por muy a cuentagotas que lo veamos. Siempre habrá alguien que nos dará una palabra de ánimo, un verso, una alegría diaria. Yo quise ser eso para ese hombre y probablemente, desde “la pasividad” con que nos enseñan a los futuros médicos, no pude serlo. No me dejaron y, la verdad, tuve miedo de atreverme a ello.

Mañana, cuando me despierte y una mujer, niño u hombre estén en un situación similar, mi corazón no se cubrirá de caparazones. Ni lo intentaré, no tendré miedo. Tendré cuidado pero aprenderé a cuidar con la libertad y autonomía que ambos dos, en esa relación médico-paciente, merecemos. No perderé mi humanidad ni mi fuerza y os invito a todos a hacer lo mismo. A buscar la vía alternativa, los refuerzos en amor, familia y amistad así como la literatura y la experiencia, para no perdernos tan jóvenes ni tan lejos.

Solamente es cuestión de tiempo. 

Versos y besos,

Iveth Quezada Encalada.