Tenía 45 años y no, no tenía toda la vida por
delante. Al contrario, estaba a punto de entrar en un quirófano sin saber muy
bien qué pasaba. Tenía la piel amarillenta o como decimos entre el gremio
“ictérico”, aunque a veces no me sienta dentro del mismo, y sí tenía esa mirada
lacónica que esperaba una explicación sobre qué estaba a punto de pasar por su
cuerpo, por esos bisturís, los hilos, las manos, las miradas y por qué no
decirlo, las emociones.
La cuestión es tan simple como compleja, pero
lleva los relieves de la incomunicación. De llegar a relativizar tanto las
relaciones humanas y los diagnósticos que se olvidan y olvidamos a veces, que a
quienes tratamos son personas, no números, ni patologías, ni robots que
procesan toda esa cantidad de información visual, auditiva pasiva y activa a la
velocidad de la luz.
Pasaron los minutos más llenos de incertidumbre entre lo que veía y lo que ese hombre llegó a observar. Las enfermeras y los
anestesistas intentaron tranquilizarlo y explicarle que todo era muy complicado
pero que estaría en buenas manos durante su cirugía. Mientras tanto, una
familia que clavó sus ojos quemantes y preocupados sobre mi compañera de
prácticas y sobre mi, esperaría fuera durante horas y horas.
Existe algo más penoso que la muerte en la salud,
en este trabajo. Es la incertidumbre. La de no saber qué vas a encontrarte,
cuán cansada estará tu vista tras cuatro o más horas de quirófano, de tener en la
piel tatuado el mensaje de historia clínica de múltiples variantes y
determinantes, de no poder decir nada a su familia porque no sabes qué tiene.
Sin embargo, existe algo tan malsonante como peligroso y es el ego, esa
desmoronada soberbia que se nos crece desde el primer día en que te dicen que
eres la élite intelectual de un país.
A pesar de ello, con el paso del tiempo te das
cuenta que hasta un mono con tiempo podría sacarse la carrera y que esto va más
allá de la nota de corte al entrar en Medicina, de un MIR bien hecho o de
rodearse de gente “que tenga los mismos intereses que tú”, que en mi caso, es
bien poca. Mas, es esa gente valiosa la que ese día que salí de mis prácticas,
con las entrañas fuera, me escucharon y entendieron que recordase ese término
tan enrevesado de “ser dueño de tu salud”. Resulta que no es algo tan simple
como preparar unas jornadas, hablar de ello, prepararse a conciencia para el
hoy –ese presente presentable del que habla en sus canciones Alberto Alcalá-,
de estudiar horas, de hablar de ello. Parece ser y es que, no siempre una vida
puede salvarse. Pero, me pregunto a diario y ¿qué hay de ensanchar una vida?
Ensanchar una vida para mi va más allá de una
ronda de llamadas a familiares, sesiones clínicas sobre este caso tan complejo
y lleno de aristas, de medicamentos caros y fármacos que solamente palian el
dolor. Se trata de saber dar esa sonrisa por muchas circunstancias personales
que nos acompañen, de no soltar la mano del paciente y persona que nos
necesita, nos habla e intenta explicarnos algo que no viene en un sistema
informático de un sistema de salud. Su vida, sus expectativas, sus vivencias,
sus ganas de vivir por pocas que sean… ¡Su escritor favorito o ese cantante de
la feria del pueblo que tanto escuchó!
La vida, compañeros, no tiene un guión escrito.
Nadie sabe bien cómo rehogar el pasado, meterlo en una cajita, borrar los
errores del panel para el mañana, de cometer las locuras de la juventud y la
madurez, de amar a alguien con intensidad, de recorrerse el mundo y bajarse en
la parada del hogar. Tomar la moto del optimismo, por muy a cuentagotas que lo
veamos. Siempre habrá alguien que nos dará una palabra de ánimo, un verso, una
alegría diaria. Yo quise ser eso para ese hombre y probablemente, desde “la
pasividad” con que nos enseñan a los futuros médicos, no pude serlo. No me dejaron y, la verdad, tuve miedo de atreverme a ello.
Mañana, cuando me despierte y una mujer, niño u
hombre estén en un situación similar, mi corazón no se cubrirá de caparazones. Ni lo intentaré, no tendré miedo. Tendré cuidado pero aprenderé a cuidar con la libertad y autonomía que ambos
dos, en esa relación médico-paciente, merecemos. No perderé mi humanidad ni mi
fuerza y os invito a todos a hacer lo mismo. A buscar la vía alternativa, los
refuerzos en amor, familia y amistad así como la literatura y la experiencia, para no perdernos tan jóvenes ni tan
lejos.
Solamente es cuestión de tiempo.
Versos y besos,
Iveth Quezada Encalada.
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